Se llamaba Jacinta y no sabía leer. Desde que tenía memoria
había trabajado como agricultora en las tierras de su familia, en la provincia
de Huanta, en la sierra del Perú.
Una vez por semana venía un señor de la capital y les
“pagaba” por lo que habían cosechado. La mayoría del pago era con las mismas patatas
de sus campos, que les servían para comer. El señor de la capital decidía no quedarse
con esas y les decía: “No, no me convienen”. De alguna manera así les pagaba. Nunca
entendió porque simplemente no se las comían, sin que tuviera que venir el
señor de la capital.
Fue a la escuela hasta los doce años. El centro de estudio
quedaba en otro pueblo y tenía que caminar kilómetros, muchas veces sin comida
en la barriga, lo cual le daba sueño y a veces se quedaba dormida en plena
lección.
La clase a la que asistió estaba llena de niños de distintas
edades, por lo que nunca se sabía lo que enseñarían. La mayoría hablaba quechua
y estaban empezando a aprender el español. El año que comenzaron a aprender las
letras fue cuando le llegó la menstruación y las cosas se complicaron.
Los niños se burlaban de que manchara la ropa, no había ninguna
clase de baño cerca, por lo que se veía obligada a caminar con las polleras sucias
hasta encontrar un lugar con algo de privacidad. Además, el maestro la empezó a
mirar de una manera que no le gustaba. Eran demasiadas molestias y
preocupaciones. Así que la abandonó.
Ahora tiene veinticinco años, y está encargada de las tierras
de su familia, porque su padre está enfermo. Cuando viene el señor de la
capital, y le empieza a hacer los cálculos de las compras del mes, recuerda vagamente
sus días en la escuela y se da cuenta que el trato que le hace no es del todo
justo. Pero cuando trata de decir algo, se da cuenta que la está mirando como
su antiguo maestro, de la manera que no le gustaba, entonces le dice que sí al
precio que le da para que se vaya.
Solo hace falta una pequeña firma y ya está. Jacinta hace un
punto.
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