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domingo, 18 de octubre de 2020

Un trato justo

 


Se llamaba Jacinta y no sabía leer. Desde que tenía memoria había trabajado como agricultora en las tierras de su familia, en la provincia de Huanta, en la sierra del Perú.

Una vez por semana venía un señor de la capital y les “pagaba” por lo que habían cosechado. La mayoría del pago era con las mismas patatas de sus campos, que les servían para comer. El señor de la capital decidía no quedarse con esas y les decía: “No, no me convienen”. De alguna manera así les pagaba. Nunca entendió porque simplemente no se las comían, sin que tuviera que venir el señor de la capital.

Fue a la escuela hasta los doce años. El centro de estudio quedaba en otro pueblo y tenía que caminar kilómetros, muchas veces sin comida en la barriga, lo cual le daba sueño y a veces se quedaba dormida en plena lección.

La clase a la que asistió estaba llena de niños de distintas edades, por lo que nunca se sabía lo que enseñarían. La mayoría hablaba quechua y estaban empezando a aprender el español. El año que comenzaron a aprender las letras fue cuando le llegó la menstruación y las cosas se complicaron.

Los niños se burlaban de que manchara la ropa, no había ninguna clase de baño cerca, por lo que se veía obligada a caminar con las polleras sucias hasta encontrar un lugar con algo de privacidad. Además, el maestro la empezó a mirar de una manera que no le gustaba. Eran demasiadas molestias y preocupaciones. Así que la abandonó.

Ahora tiene veinticinco años, y está encargada de las tierras de su familia, porque su padre está enfermo. Cuando viene el señor de la capital, y le empieza a hacer los cálculos de las compras del mes, recuerda vagamente sus días en la escuela y se da cuenta que el trato que le hace no es del todo justo. Pero cuando trata de decir algo, se da cuenta que la está mirando como su antiguo maestro, de la manera que no le gustaba, entonces le dice que sí al precio que le da para que se vaya.

Solo hace falta una pequeña firma y ya está. Jacinta hace un punto.

domingo, 9 de agosto de 2020

Amistad a prueba

Siempre había querido hacer un viaje de mejores amigas con… Por supuesto: mi mejor amiga. Cristina era como mi hermana, mi alma gemela desde hacía casi 15 años. Así que decidimos que para conmemorarlo teníamos que hacer un viaje juntas de aventureras (aventureras para facebook, claro está, porque reservamos un hotel de 4 estrellas).

¿Alguna vez habéis escuchado la frase “las visitas son como el pescado: al tercer día apestan”? Pues esto fue como irme de viaje con el pescado. Dormir en el mismo cuarto que el pescado, ir a comer únicamente donde el pescado quería, y tener que esperar que el pescado se maquillara al estilo Kardashian cada vez que salíamos.

Cris es mi mejor amiga así que yo ya sabía que era impuntual, caprichosa, y que jamás de los jamases salía sin maquillaje. Sin embargo, creo que no estaba preparada para vivirlo 24 horas al día, durante todo un fin de semana.

Los problemas vendrían con las benditas fotos. Ya en el tren hacia Valencia, Cris me mostró como veinte imágenes que quería recrear. Yo, tan inocente, no vi ningún inconveniente, porque, a decir verdad, que lance la primera piedra quien no ha pedido una foto así y asá, con flash y sin flash, y de pronto montar una sesión improvisada en plena vía pública.

Para los chicos que están leyendo esto y se sienten un poco perdidos; debo explicar lo que es una regla tácita de la amistad entre mujeres: tenemos el deber sagrado de tomar a nuestras amigas tantas fotos como sean requeridas para que luego puedan elegir la mejor. Es más, tomad buena nota, porque esta norma se aplica también a los novios.

Llegamos a Valencia justo a la hora de la cena, así que decidimos dejar las cosas en la habitación y buscar un lugar para comer. ¡Madre mía lo que tardamos! No quiero exagerar, pero juro que ese día cené casi a la una de la mañana. Cris estuvo como media hora tratando de conectarse al wifi, y cuando lo consiguió se puso a chatear y compartir en TODAS sus redes sociales el viaje…que ni había empezado. Literal, solo habíamos llegado. Cuando finalmente dejó el móvil, aún tardó casi una hora en cambiarse de ropa y maquillarse.

Si por mí fuera, hubiera comido en el KFC del hambre que tenía, pero Cris eligió el lugar según un criterio muy interesante: su popularidad en Instagram. Es verdad que todo tenía muy buena pinta, pero no era precisamente el restaurante más cercano al hotel. Y obviamente, sin tener reserva, tuvimos que esperar un rato hasta que nos dieron mesa. Cuando finalmente trajeron la comida, yo estaba preparada para atacar al estilo del tiranosaurio de Parque Jurásico, pero Cristina me detuvo para: selfie, selfie, selfie. Una con la mesa, otra con la comida en la mano, una más en modo panorámico.

Aproveché un momento de distracción y en medio segundo ya había mordido mi hamburguesa.

—Tía, ¿Qué haces? Aún no le había hecho foto a tu plato —dijo Cris, visiblemente malhumorada.

—Perdón, es que me moría de hambre —contesté, mientras se me salían trozos de pepinillo de la boca. 

Podría haber pensado que Cris se había enfadado conmigo, pues no hablamos ni una sola palabra durante toda la comida, pero la explicación era que estuvo inmersa en el teléfono cada minuto. Por un momento tuve mis dudas, pero cuando me preguntó qué foto me gustaba más, entendí que tanta introspección se debía al clásico debate interno de qué filtro poner en Instagram.

A la mañana siguiente teníamos la visita al Oceanogràfic. Tardó horas en salir del baño, y cuando entré todo el suelo estaba mojado. ¿Es que esta chica no usa toallas? En fin, me cambié lo más rápido que pude y salimos tan pronto estuvimos listas. Ese día lo teníamos a tope: Acuario por la mañana, playa por la tarde y una fiesta de los amigos de Cris en la noche.

El paseo fue increíble. No tanto para Cristina, porque con los taconazos que llevaba le costó caminar. Vimos de todo, y nos divertimos un montón, pero la paz no duraría... El pescado atacaría de nuevo.

Por la tarde nos fuimos a la playa, la cual, por cierto, yo no había visto en ¡un año entero! Apenas habíamos tocado la arena, me muestra la primera foto que quería. La típica imagen de una modelo con gafas de sol, en un atardecer precioso, tomada por Mario Testino. Bueno yo quiero mucho a mi amiga, pero ni Cristina es una modelo, ni yo soy Mario Testino. Y por si fuera poco en Valencia el sol no cae sobre el mar.

A pesar de que yo me moría por darme un baño, hice caso a la regla de la amistad, por lo que empezó la sesión de fotos. Primero fue divertido, pero tras veinte tomas, la cosa se empezó a poner personal, y me empezó a culpar a mí de que no saliera bien, y a decir que no tenía idea de lo que era crear una foto con concepto. Bueno le dije que yo no tenía la culpa de que no fuera fotogénica. Me enfadé y me fui. Sí, ya sé, quizá mi reacción fue algo exagerada, pero estaba realmente molesta.

Estuve el resto del día sola, pensando que ya no le hablaría nunca más. Cuando regresé al hotel, abrí la puerta y ella estaba ahí.

—Pensé que ibas a la fiesta, seguro que allí puedes encontrar un fotógrafo —dije secamente.

—No quiero ir sin mi mejor amiga. Este era un viaje de las dos, y como siempre lo transformé en algo mío —respondió apenada.

No voy a mentir, una parte de mí seguía enfadada, pero otra más grande se conmovió y aceptó sus disculpas. Y esta es otra inexplicable regla básica de la amistad: siempre vas a perdonar a tu mejor amiga. Nos abrazamos y nos fuimos de fiesta…pero esta vez sin teléfonos móviles. 

Fue la mejor noche de nuestras vidas.